Mil Millones De Dólares De Magnetismo Financiero

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Mil Millones De Dólares De Magnetismo Financiero

UN BONITO DISCURSO DE SOBREMESA POR MIL MILLONES DE DÓLARES
Aquella noche del 12 de diciembre de 1900, en la que unos ochenta miembros de la sociedad financiera se
reunieron en el salón de banquetes del University Club, en la Quinta Avenida, para hacer los honores a un
hombre joven del Oeste de Estados Unidos, ni media docena de los invi tados supuso que estaban a punto de
presenciar el episodio más importante de la historia de la industria estadounidense.
J. Edward Simmons y Charles Stewart Smith, llenos de gratitud por la pródiga hospitalidad con que Charles
M. Schwab les había regalado durante una reciente visita a Pittsburgh, habían organizado la cena para
presentar a aquel empresario del acero de treinta y ocho años a la sociedad de banqueros del Este de Estados
Unidos. Pero no esperaban que magnetizara de tal modo la convención. De hecho, le advirtieron que los
corazones que rellenaban las camisas de Nueva York no reaccionarían a la oratoria, y que si no quería aburrir
a los Stilman y los Harriman y los Vanderbilt, sería mejor que se limitara a quince o veinte minutos de
intrascendencias amables, pero nada más.
Incluso John Pierpoint Morgan, sentado a la derecha de Schwab, como indicaba su dignidad imperial, se
contentó con agradecer muy breve mente su presencia en la mesa del banquete. Y en lo que se refería a la
prensa y al público, todo el asunto presentaba tan poco interés que los periódicos del día siguiente ni lo
mencionaron.
De manera que los dos anfitriones y sus distinguidos invitados probaron los habituales siete u ocho platos.
Hubo poca conversación y, versara sobre lo que versase, fue parca y discreta. Aunque algunos de los
banqueros y agentes de Bolsa habían visto antes a Schwab, cuya carrera había florecido en los Bancos de
Monongahela, ninguno lo conocía bien. Pero, antes de que la velada acabara, ellos y «Money Master Morgan»
quedarían admirados, y un bebé de mil millones de dólares, la United States Steel Corporation, nacería allí.
Quizá sea una lástima para la historia que no se haya hecho ninguna grabación del discurso de Charlie
Schwab en aquella cena.
Sin embargo, tal vez se tratara de un discurso «casero», con incorrecciones gramaticales (pues los
perfeccionismos del lenguaje nunca le interesaron a Schwab), lleno de refranes y compaginado con ingenio.
Pero, aparte de eso, obtuvo una fuerza y un efecto impresionantes sobre los cinco mil millones de dólares de
capital estimado que los comensales representaban. Cuando terminó, y la reunión vibraba todavía con sus
palabras, aunque Schwab había hablado durante noventa minutos, Morgan condujo al orador a una ventana
apartada donde, balanceando las piernas en un alto e incómodo asiento, hablaron durante una hora más.
La magia de la personalidad de Schwab se había puesto en acción con toda su potencia, pero lo más
importante y perdurable fue el pro grama detallado y explícito que presentó para el engrandecimiento del
acero. Muchos otros hombres habían tratado de interesar a Morgan en montar juntos un trust del acero a partir
de combinaciones con empresas de pastelería, cables y flejes, azúcar, goma, whisky, aceite o goma de
mascar. John W. Gates, el apostador, lo había urgido a hacerlo, pero Morgan no había confiado en él. Los
hermanos Moore, Bill y Jim, mayoristas de Chicago que habían fusionado una fosforera y una corporación de
galletitas, habían tratado de convencerlo, fracasando en su intento. Elbert H. Gary, el sacrosanto abogado del
Estado, quiso atraerlo a su terreno, mas no llegó a ser lo bastante grande como para impresionarlo. Hasta que
la elocuencia de Schwab elevó a J. P. Morgan a las alturas desde donde pudo vi sualizar los sólidos resultados
del proyecto financiero más atrevido que se hubiera concebido nunca, la idea era considerada un delirante sueño
de especuladores ingenuos.
El magnetismo financiero que, hace una generación, empezó a atraer miles de compañías pequeñas y a
veces ineficazmente dirigidas a combinaciones más .grandes y competitivas, se ha vuelto operativo en el
mundo del acero gracias a los artilugios de aquel jovial pirata de los negocios, John W. Gates. Este había
formado ya la American Steel and Wire Company con una cadena de pequeñas empresas, y junto con Morgan
había creado la Federal Steel Company.
Pero al lado del gigantesco trust vertical de Andrew Carnegie, dirigido por sus cincuenta y tres accionistas,
esas otras combinaciones resultaban insignificantes. Podían combinarse como mejor les pareciese, pero ni
todas juntas harían mella en la organización de Carnegie, y Morgan lo sabía.